EN PRIMERA PERSONA

La mutación del trabajo y el papel de la política

Para la visión que considera al cambio tecnológico como autónomo, no hay espacio para futuros alternativos. Sólo queda obedecer el “mandato del mercado”

pagura  

Por Roberto A. Pagura *
Director editorial de terminalC
 

Tal como las profecías en general, las referidas al fin del trabajo suelen aparecer cíclicamente. Al igual que aquellas, buscan explicar fenómenos o mutaciones cuyo alcance o significación no acaba de comprenderse y, en algún punto, ofrecer certezas —y alivio— a partir de la inevitabilidad de los hechos que prenuncian.

De unos años a esta parte, no se habla ya tanto del fin como del futuro del trabajo, una expresión menos asociada al misticismo, que en principio admite algo elemental: para garantizar su supervivencia, buena parte de la humanidad deberá seguir realizando tareas demandadas socialmente en la producción o los servicios.

Cuando se habla del futuro del trabajo, las hipótesis están indisolublemente asociadas a las vertiginosas transformaciones que vienen sucediéndose en el campo de la tecnología o de la ciencia, a las que se atribuye una independencia que al menos debería ser problematizada.

Es evidente que, como ocurrió en el pasado, la irrupción de nuevas formas de producir, transportar, distribuir y consumir traerá consigo la desaparición de oficios, profesiones y sectores de la industria y los servicios en favor de otros más dinámicos o versátiles o capaces de ofrecer al capital tasas de ganancia más generosas.

Desde ese punto de vista, es razonable que los estudios se pregunten por la conformación que tendrá la fuerza de trabajo o sobre cuáles serán las profesiones, aptitudes o habilidades demandadas por el mercado. En cambio, rara vez se plantean qué condiciones harían posible administrar esos cambios de modo que conlleven mantener tasas de ocupación y condiciones laborales compatibles con sociedades inclusivas y mayores grados de equidad.

Así como asegura que el desarrollo de la tecnología tiene un carácter autónomo, cierta visión tiende a considerar que las empresas administran sabiamente estos cambios, que los sindicatos sólo ofrecen resistencias estériles y mezquinas y que los ciudadanos —ya no como trabajadores sino en calidad de consumidores siempre glotones y veleidosos— sólo pueden esperar beneficios.

En la misma línea, la principal virtud de la economía consistiría en reconocer tales fenómenos naturales —tan naturales como el cambio climático, por ejemplo— y actuar en consecuencia.

Así las cosas, el papel de quienes no están sentados a la mesa de las grandes decisiones se reduce a estar atentos a los nuevos rumbos de la tecnología y a capacitarse para reunir las condiciones de empleabilidad requeridas. No mucho más.

En un mundo donde la desigualdad es cada vez más aguda, donde el capital financiero y las grandes multinacionales ponen las reglas y el staff de las instituciones multilaterales prescribe que los gobiernos deben abstenerse de regular los mercados, no parece una perspectiva muy estimulante.

 

Publicado el 21-05-2018


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